Juventud, emociones y dignidad
- Selva Morey
- Docente principal de la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades de la UNAP
Cómo no conmocionarse ante la respuesta de desborde emocional que devino en una tragedia. Dos irreemplazables conciencias que dejaron su legado de insatisfacción por la vida dura que vivieron en sus cortos años, aunque en sus pares encontraron el respaldo a su protesta para mostrársela al mundo inmolando la suya. Es un grito agudo, profundo, que no debe desoírse, que merece el más grande mea culpa que debe traducirse en corregir todos los errores. Estamos comprometidas las generaciones que vamos cumpliendo la vigencia de caducidad, a sincerar nuestras actitudes en pro de la paz, con el esfuerzo compartido que involucre a las jóvenes generaciones. Y en este sentido, la Universidad, la nuestra, emporio de juventud, cumple un rol importante, así como los centros educativos, las instituciones, las empresas, las familias; todos los que, ahora estamos enarbolando conceptos trasnochados que no tienen asidero en el mundo de hoy.
La juventud es vida que se alza llena de energía, entusiasmo, fe en los mayores que, según su natural pensamiento, primigenias creencias, son los experimentados, posesores del rumbo correcto que garantice el bienestar común para todos; son aquellos personajes a quienes con entusiasmo e inocente convención confiaron sus sueños, sus ideales, su confianza, para encontrar un derrotero franco de explicaciones y enseñanzas que puedan procesarlas para iniciar su propio camino. Nuestros jóvenes, ahora, se sienten cuasi en abandono, pertenezcan al estrato socioeconómico que sea. Los cambios en el mundo se han sucedido inevitablemente, por factores múltiples que han ido ocurriendo a través del tiempo. Guerras, pandemias, conflictos de toda índole entre países, regiones, ciudades, pueblos insatisfechos; grupos humanos insatisfechos, y la gente ha ido adentrándose en este maremágnum de deficiencias, deterioros, concepciones individualistas olvidando lo que fue el anhelo y debió ser la meta de su destino: la paz, la justicia, la serenidad para la convivencia, contando con la experiencia y visión de los ancestros, guías que fueron bebiendo de la historia diaria los ejemplos de mentes preclaras, futuristas, en el camino de la consecución de valores que fortalezcan a generaciones nuevas que se alzan hipotecando desde ya su camino a lo que naturalmente nos lleva esta aventura de la vida, a legar su testimonio para los que siguen.
Lo que viene ocurriendo en nuestra patria, es solo el inicio de una eclosión con visos de gran energía. No se comparan estas reacciones a los artefactos que pueden lesionar y matar. Son mucho más poderosas porque en la enérgica concepción del joven, en su natural cuasi inconsciencia de permanencias o temporalidades no interviene ninguna sanción para sus genuinas reacciones. No hay cortapisas para sus acciones. ES O NO ES. Así de tajantes son sus reacciones. Otrora, el liderazgo ejercido por personalidades que, con verbo florido y oportuno sabían cómo deambular por la mente joven, podían aún sosegar ánimos o volcarlos a intereses propios; pero con la apertura de la comunicación, sin tapujos, global; con el adelanto tecnológico y cada vez más sofisticado que hizo posible desentrañar los más intrincados secretos y vericuetos de intereses particulares, los ídolos de barro han caído estrepitosamente dejando paso al asombro, a la desconfianza, a la rabia incontrolable que ya se manifiesta rubicunda y sin tapujos, porque los jóvenes son la esperanza de días mejores, son los abanderados del grito de ¡BASTA YA!: a la corruptela; a la componenda que no es negociación franca para el bien común; a la mentira que se viste de condescendencia; a la falsa identificación con el dolor humano.
Como afirma Valeria Sabater, psicóloga y escritora: “LA DIGNIDAD ES EL LENGUAJE DE LA AUTOESTIMA, NUNCA DEL ORGULLO”.
Dignidad es un bien preciado que no se puede perder con el riesgo de la despersonalización. Es sinónimo de autoestima, respeto por uno mismo y es salud. Es la fuerza que nos levanta del suelo cuando tenemos las alas rotas y necesitamos atisbar un punto lejano donde nada duela, donde debemos permitirnos mirar el mundo de nuevo sin vergüenza, con la cabeza en alto. Es el reto ahora.